En los tiempos
bíblicos la sociedad hebrea, como muchas otras era patriarcal. La
mujer tenía una posición subordinada al hombre; debía sujetarse a la
autoridad paterna hasta que contraía matrimonio, momento en que
pasaba a ser propiedad del esposo.
Durante esta época se
establecieron distinciones legales muy claras entre los sexos que
marginaban a la mujer en lo referente a su participación en las
actividades religiosas y comunitarias; así, por ejemplo, una mujer
no podía:
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Dar testimonio en un
juicio pues era considerada mentirosa por naturaleza, así como tampoco podía ser
juez en ningún asunto legal.
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Iniciar un
proceso de divorcio. Este derecho era exclusivo del hombre, que
tenía que entregar a su esposa una carta de divorcio. Podía ser
repudiada por: defectos físicos, enfermedad, esterilidad, conducta
inmoral, adulterio...
-
No tenían derecho a poseer nada: ni el
fruto de su trabajo, ni siquiera lo que pudiese encontrar en la
calle, por ejemplo. Todo pertenecía al padre o al marido.
Las reglas judaicas que se seguían
entonces mantenían que era preferible no hablar con las mujeres en
público por el bien del alma. Estas reglas de "buena educación"
prohibían incluso, encontrarse a solas con una mujer y mirar a una
casada o saludarla. Otra norma era que cuando salía de
casa, no importaba para qué, tenía que llevar siempre la cara
cubierta con un tocado que comprendía dos velos sobre la cabeza, una
diadema sobre la frente, con cintas colgantes hasta la barbilla y
una malla de cordones y nudos. De este modo no se podían conocer los
rasgos de su rostro. Si salía de casa sin llevar la cabeza cubierta
ofendía hasta tal punto "las buenas costumbres" que su marido tenía
el derecho de despedirla sin estar obligado a pagarle la suma
estipulada para el caso de divorcio. Sólo el día de la boda, y si la
mujer era virgen y no viuda, aparecía en el cortejo con la cabeza al
descubierto. Por norma general estas observaciones las llevaban a
cabo los más puritanos, especialmente los fariseos.
La vida de las mujeres de familias más
humildes, sin embargo, no podía observar estas reglas a rajatabla,
pues en los más de los casos debía ayudar al marido en el trabajo.
En el campo las relaciones eran más
libres y sanas que en las grandes ciudades. Así por ejemplo, en los
pueblos la mujer iba a la fuente a por agua, se unía al trabajo de
los hombres en el campo, vendía productos de la cosecha, servía en
la mesa, etc.; y tampoco se llevaba tan rigurosamente el que debía
llevar cubierta la cabeza, obviamente porque eso hubiera dificultado
su pericia en la ejecución de los trabajos.
En la casa las hijas debían ceder
siempre los primeros puestos, e incluso el paso por las puertas a
los muchachos. Su formación se limitaba estrictamente a las labores
domésticas, así como a coser y tejer. Cuidaban de los hermanos más
pequeños y, respecto al padre, tenían la obligación de alimentarlo,
darle de beber, vestirlo, cubrirlo, ocuparse de él cuando era
anciano y lavarle la cara, manos y pies.
Otras de sus muchas
obligaciones y tareas domésticas se enumeran a continuación:
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El
primer sonido en los pueblos es la molienda del grano. Eran las
mujeres quienes realizaban esta tarea. Se
sentaban por parejas
poniéndose una frente a la otra. El molino estaba compuesto de dos
piedras. La superior se movía sobre la inferior impulsada por una
manija que se empujaba alternativamente. La piedra superior daba
vueltas alrededor de un pivote de madera en el centro de la de
abajo. El agujero de la piedra superior para el pivote estaba en forma
de embudo para recibir el maíz, que era puesto por ambas mujeres
dentro. La harina que iba saliendo de entre las piedras se recogía en
una piel de oveja puesta bajo el molino.
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También fabricaban las
telas para la familia entera. La lana que usaban se obtenía de los
rebaños. Se usaban telares rústicos. Las agujas eran muy toscas y
estaban hechas de bronce o astillas de hueso que se afilaban de un
extremo y agujereaban en el otro.
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El lavado de la ropa
era exclusivo también de ellas. Iban a las corrientes de agua,
manantiales o canales de riego. Sumergían la ropa, la extendían
sobre una roca plana y la golpeaban con una cachiporra. El jabón que
usaban era un alcalí vegetal.
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El ir a traer agua de
los pozos y manantiales para los quehaceres hogareños. El mejor
tiempo para ello era por la tarde, aunque también podía hacerse en
las primeras horas de la mañana. Para ello utilizaban los cántaros,
que solían portar en la cabeza o el hombro. Cuando eran grandes
cantidades las que se necesitaban, eran los hombres quienes las
cargaban en grandes sacos de piel de oveja o de cabra para llevarla.
Pertenecían al padre las hijas menores
hasta el momento de su boda. La sociedad judía de aquel tiempo
distinguía tres edades para la mujer:
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La menor, qatannah, hasta la
edad de doce años y un día
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la joven, na'arah, entre los
doce y doce años y medio
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y la mayor, bôgeret, después de
los doce años y medio
Hasta ésta última edad, el cabeza de
familia tenía toda la potestad a no ser que la joven estuviera ya
prometida o separada y no podían rechazar un matrimonio impuesto por
el padre. Este incluso podía venderlas como esclavas siempre que no
hubieran cumplido los doce años. Al año de ser "mayor", la hija
celebraba la boda, pasando entonces de la potestad del padre a la
del esposo.
En lo que a la herencia se refiere, no
tenía el mismo derecho que los varones. Los hijos y sus
descendientes precedían a las hijas.
La mujer viuda, en ocasiones quedaba
vinculada a su marido, es decir, cuando éste moría sin hijos, debía
esperar, sin poder intervenir, que el hermano o hermanos del difunto
contrajesen con ella matrimonio levirático o manifestasen su
negativa, sin la cual ella no podía volver a casarse.
Desde el punto de vista religioso,
tampoco estaba equiparada con el hombre. Se veía sometida a todas
las prescripciones de la Torá y el rigor de las leyes civiles y
penales, incluida la pena de muerte, no teniendo acceso en cambio, a
ningún tipo de enseñanza religiosa. Ni tan siquiera estaba obligada
a ir en peregrinación a Jerusalén por las fiestas de la Pascua,
Pentecostés y los Tabernáculos.
En la sinagoga podían entrar solamente
a la parte destinada al culto; pero había unas barreras y celosías
que separaban el lugar destinado a ellas. No podían hacer la
lectura, principalmente porque no sabían leer, aunque el motivo real
era porque no se esperaba de ellas que pudieran hacer una enseñanza
pública.
Sin embargo, a pesar
de que no gozaba de igualdad de derechos, no fue perseguida ni
humillada. Si bien sufría de limitaciones en cuanto a su
participación en las cuestiones rituales y en su posición en las
relaciones familiares, se veía protegida por la ley pues el abuso y
maltrato hacia ellas estaba prohibido.
Aunque la mujer judía
se veía restringida por ciertas limitaciones, estaba obligada a
cumplir con mandamientos de importancia, lo que le permitía
participar en la vida comunitaria. Era considerada esencial en la
transmisión de la identidad religiosa en la familia. Como raíz
espiritual de la educación, la madre es responsable de que los
valores se transmitan de generación en generación. Es por ello que
es considerado judío aquel que nace de madre judía.
A diferencia del
hombre no se ve obligada a cumplir con los preceptos religiosos que
se establecen para determinadas horas y días. El objetivo es liberar
a la mujer de observar mandamientos que interfieran con sus labores
en el hogar y con la familia y especialmente en atención a los
niños.
Al no tener que estar inmersa en las prácticas religiosas no
necesitaba recibir educación formal, por lo que se limitaba a
escuchar las lecciones que se impartían a los niños.
La esencia de la mujer
en esta sociedad patriarcal, por tanto, reside en la procreación y
su deber primordial es el de ser compañera del hombre.
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