Pese a que era Navidad y Curro llevaba
viviendo en la Unidad de Oncología Infantil desde verano, no sabía
jugar muy bien a las cartas. Todos los niños allí pasan el día con
juegos de naipes, y aunque a él no parecían dársele bien, ponía
empeño en aprender. Aunque sólo tenía seis años, era un chico
despierto A menudo se mostraba activo. Salvo en ciertos días, como
aquel. Creo que no se daba cuenta, pero de vez en cuando, parecía
entender su enfermedad mucho mejor de lo que los médicos le
explicaban. Nunca le pregunté por su cáncer, y no sé a qué parte
concreta del cuerpo le afectaba: a los voluntarios se nos prohíbe
esa clase de conversaciones con los niños.
Lo que sí sé es que aquel veinticuatro
de diciembre tenía ganas de jugar a las cartas, y no parecía nada
ilusionado por los adornos que inundaban los pasillos de la planta.
Me pregunté con tristeza si la Navidad es suficiente para hacer
olvidar a un niño que está enfermo.
Estábamos en su habitación, porque ese
día tenía fatiga y no quería salir a caminar. Yo jugaba con él,
mientras su madre esperaba en la puerta. A los padres suele
gustarles que lleguen voluntarios: les permite escuchar sus propios
pensamientos. A menudo me asalta la idea de que la ayuda que
prestamos no es sólo para los críos, sino también para sus padres.
“Aportar aire fresco”, es lo que me dijeron en la Asociación que
debíamos hacer; ahora me doy cuenta de que no especificaron quién
respiraría ese aire.
–Mi padre viene hoy –dijo Curro, de
repente. Yo barajaba las cartas mientras escuchaba–. Hace tres días
que no viene.
¿Por qué? –pregunté– ¿Trabaja mucho?
Es por mamá –contestó sin mirarme–.
Siempre se enfadan. Por eso cuando viene uno no está el otro. Pero
como es Navidad, van a venir los dos.
En aquel punto, me recordé que nuestras
instrucciones eran de no mantener un contacto muy cercano con los
chicos: ellos no debían encariñarse con nosotros, ni nosotros con
ellos. Pero no suelo atender a ese tipo de directrices. No podría
aunque quisiera. Y Curro merecía una sonrisa aquella Navidad.
¿Los ves discutir?
Suelen salir de la habitación. Pero los
escucho a través la puerta.
Ya no me miraba a mí, sino a sus
propias sábanas.
Yo empecé a repartirnos cartas.
–¿Te dicen algo después?
–Nada –Curro se encogió de hombros–:
sólo que no hay de qué preocuparse, que únicamente están cansados
Miré mis cartas, tratando de restarle
importancia a la conversación. Curro sin embargo, las miraba como
sin en ella estuviera la respuesta a sus problemas.
–¿No les crees?
Volvió a encogerse de hombros. En aquel
momento pensé que era demasiado contenido para un niño; ahora creo
que él no sentía que yo fuera a entenderlo.
Empezamos a jugar, y yo volví a ganar.
La suerte me sonreía, pero Curro no tenía ni idea de lo que hacía.
Tras perder aquella vez, pareció más triste que antes.
A los pocos minutos, empezaron a
filtrarse susurros por la puerta de la habitación. El pitido
intermitente del gotero ahogaba los primeros comentarios, pero
conforme la conversación fue aumentando de tono, pude distinguir a
los padres de Curro enzarzados en una nueva discusión. Miré al
chico, y vi en sus ojos que él también sabía lo que ocurría; pero lo
que más me afectó fue ver esa expresión en su cara que decía: “ya
están otra vez”.
Volví a barajar y repartí las cartas.
Curro las miró con desgana. Parecía haber perdido toda esperanza de
ganar.
Mientras el niño examinaba lo que tenía
en la mano, yo eché un vistazo al gotero conectado a su antebrazo, a
su cabeza sin pelo, a sus cejas despobladas, a la habitación con
fotos de tiempos mejores, y tuve la sensación, más fuerte que nunca,
de que nada de aquello era justo.
La partida transcurrió como las
anteriores. Mi ventaja era clara. Yo intentaba tapar el sonido de la
discusión de sus padres con comentarios estúpidos, que incluso Curro
detectaba como tales. Me sentía impotente y ridículo.
Entonces, llegó la última carta. Curro
sacó un caballo; en mi mano, yo tenía un rey, y él parecía saberlo y
apenarse por eso. Sin pensarlo, solté las cartas bocabajo sobre la
cama.
–No tengo nada –mentí
Y durante unos segundos, sólo unos
breves instantes, el chico sonrió. Yo sentí haber triunfado, porque
aquel día, Curro necesitaba una victoria.
Poco después entraron sus padres.
Intentaron mostrarse en armonía, pero yo veía que no lo estaban, y
Curro también. Ante su llegada, seguí las instrucciones recibidas en
la Asociación y me levanté para marcharme.
Confieso que no esperaba lo que pasó.
Curro se incorporó, se me acercó, y me rodeó el torso con sus brazos
escuálidos. Más afligido que sorprendido, abracé al chico. Durante
los segundos en los que duró aquello, vi las caras apenadas de sus
padres, apenadas por no recibir la sinceridad que el chico me
acababa de dar a mí. La sinceridad que era su regalo de Navidad.
Puede que aquello fuera lo mejor que Papá Noel podía traerle.
Salí de la habitación con los pulmones
apretados como una botella de plástico. A mi alrededor, adornos y
villancicos. Fuera empezaba a nevar. |