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LOS TRAGOS DE LA VIDA

Modesto Leal

Ocho años, era la edad de sentirse resguardado.

Regresaba del colegio acompañado por mi madre y llovía, como casi todos los días. Lo habitual en aquella ciudad del norte, de la que mis mejores recuerdos no pueden prescindir.

Estaba estrenando una gabardina, complementada por una antiestética pero práctica capucha, que en aquel tiempo y lugar se denominaba “choto”. Había sido el regalo de Navidad, siempre me dejaban ropa, sin embargo los Reyes Magos me traían juguetes.

También mis pies se encontraban adecuadamente protegidos por aquellos escarpines de lana, enfundando las medias de algodón que terminaban doblados sobre el límite de las botas, superando sobradamente la altura del tobillo hasta casi alcanzar un tercio de la pantorrilla.

Ambas cosas además del confort que me proporcionaban, eran también causa de preocupación y malestar para mi madre. No cesaba de recomendarme que girara la cabeza lo suficiente, para tener la visibilidad adecuada antes de cruzar las calles, pues el “choto” la impedía y corría el riesgo de ser atropellado por algún coche, o peor aún, por una bicicleta, que éstas se acercaban sin hacer ruido.

El malestar provocado por las botas, tenía un origen de índole muy diferente. Eran para mí un elemento de distracción importante, al permitirme averiguar el calado de los diversos charcos que encontraba en mi camino y “chutar” objetos como latas o incluso pedruscos, dependiendo del tamaño, claro. Lo malo era que este tipo  de ejercicios repercutía directamente en mi pobre madre a la que frecuentemente le llegaban salpicaduras ensuciándole las medias.

Pero no son mis atuendos y mucho menos el clima lo que han traído a mi memoria los recuerdos de aquel día.

Siguiendo el itinerario de rutina, nos dirigíamos a tomar “el bote” para atravesar la ría. Habíamos comenzado a cruzar el muelle, por donde usualmente circulaban vagones cargados de diversas mercancías, principalmente carbón. De repente, oímos unos gemidos que procedían de un chico, que estaba siendo apaleado por otros varios y vino corriendo a refugiarse detrás de nosotros.

Su gesto y el valor de mi madre increpándoles, hizo que los perseguidores abandonaran su empeño. El aspecto que presentaban, de rostro y manos ennegrecidas – al igual que nuestro protegido – determinaba que se trataba de “recogedores de carbón”, una actividad que se prodigaba en aquel lugar, consistente en arrojar al suelo el carbón de las vagonetas, que luego recogían para venderlo.

Aquel chico, llorando aún a “moco tendido” dijo llamarse Carmelo y no tener padre, su forma de expresarse daba indicios de debilidad mental. Mi madre compadecida, le dio nuestra dirección, haciéndole desde aquel momento, nuestro proveedor oficial de aquel producto energético.

Llovía lo mismo para todos, pero Carmelo en lugar de gabardina, llevaba una vieja chaqueta con los puños doblados, para que pudieran asomar sus manos y en sus pies alpargatas.

A partir de entonces, Carmelo llegaba por casa con la periodicidad que sus irregulares acopios de material se lo permitían, lo que le calificó como buen cumplidor, a pesar de que en alguna ocasión oyera yo, como mi madre le recriminaba por haber suministrado carbón mojado. Práctica muy en uso, que producía un sobrepeso, resultando 4 beneficiosa para el suministrador y problemática para el usuario, sobre todo a la hora de encender el fuego.

Llegaron mejores tiempos y con ellos la incorporación de las cocinas eléctricas. No recuerdo si la presencia de Carmelo llegó hasta ese momento o había cesado antes, pero con certeza a partir de ese adelanto tecnológico, no se le volvió a ver.

Yo ya no llevaba “choto” en la gabardina, ni botas, ni siquiera iba al colegio. Además de cocina eléctrica teníamos nevera, mi padre había comprado un coche y veraneábamos en la costa. Había terminado el bachillerato y mi grupo de amigos estaba formado por chicos que vivían en las inmediaciones, incluyéndose en él algunos con los que había compartido curso en el colegio

Un día, uno de ellos preguntó.

- ¿Conocíais a uno que se llamaba Carmelo y se dedicaba al carbón?

- Si, ¿Por qué? – éramos varios los que le conocíamos, pero hice yo la pregunta.

- Parece que se enganchó en la Legión.

- ¿Y?

- Dicen que le han fusilado.

Fue impactante, durante unos momentos nadie dijo nada. Creo que fue la expresión de un sentimiento de dolor, espontáneo y sincero. Todos sabíamos quién era, pero tal vez era yo quien había mantenido relaciones más cercanas con él.

Nadie preguntó si se conocía el motivo, sabíamos de la limitación mental de Carmelo e íntimamente todos condenamos semejante acción.

Cuando se lo conté a mi madre, lloró con profunda amargura. Le describí nuestra reacción al conocer la noticia y conmovida me respondió que era normal, porque se trataba de la primera experiencia de ese tipo, que habíamos tenido.

- La vida os irá preparando para tragos de esa naturaleza – me dijo.

Tenía razón. La juventud, nos dota de recursos para afrontar las agresiones de todo tipo que pudiéramos padecer. Entre ellos la facultad de olvidar.

Descubrimos nuestra autosuficiencia, olvidando aquellos tiempos en que necesitábamos ser resguardados.

El paso del tiempo, se dedica entre otras cosas a fomentar nuestro egoísmo, aunque nos neguemos a reconocerlo o incluso intentemos combatirlo, al conceptuarlo como una práctica vil y deshonrosa.

En el sistema que nos ha tocado vivir, fundamentado principalmente en la continua práctica de la competencia, se mantienen valores como la familia y la amistad, pero ambos están sujetos a diversas limitaciones.

La principal, probablemente sea su carácter de caducidad, si bien no es - al menos exclusivamente - el tiempo cronológico lo que la determina. Hemos desarrollado expresiones tales como “es ley de vida” para excusa de la ruptura. En términos generales invocamos a las “circunstancias”, para justificar cualquier decisión que nos conduzca a devaluar o eliminar, nuestros compromisos con esos fundamentos.

No fui una excepción y me tocó vivir ese tipo de experiencias. La salida del seno familiar para crear la mía propia e igualmente mis actividades profesionales, me condujeron a ámbitos alejados de los 6 círculos de amistad mantenidos desde mi infancia, sustituyéndolos por otros más afines y convenientes.

En fin, situaciones derivadas de la “ley de vida”, consecuentes con las “circunstancias” del entorno.

Un error sistemáticamente cometido, es el de valorar el tiempo trascurrido consultando el calendario. Su práctica nos aleja de la perspectiva adecuada, lo mismo que si miráramos el dedo de aquel que nos señala la luna.

Sí se dan sin embargo, hechos y situaciones que marcan hitos en nuestra existencia, que cuando llegamos a la edad adecuada nos ayudan a valorarla, al realizar el ejercicio de los recuerdos.

Al producirse la pérdida de mi madre, recordé su comentario cuando la muerte de Carmelo, sobre los malos tragos que la vida ofrece.

No había sido éste, el único trago desde aquel entonces pues ya habían desaparecido varios amigos y personas de círculos próximos, pero ninguno tan amargo.

No lo fue menos el que constituyó la muerte de mi padre, unos años más tarde. Aunque parezca extraño, algo que recuerdo especialmente de aquel triste momento, fueron las condolencias de cierta persona, que al tiempo de estrecharme la mano, me dijo:

- Supéralo, es “ley de vida”. Esa frase tan manida, diseñada para ser utilizada quitando importancia a la multitud de situaciones que la vida plantea, afectó mi sensibilidad sintiéndome profundamente herido.

Tuve el aplomo suficiente para contenerme y no enviarle a ese destino fácil de suponer, por su desacertada expresión que manifestaba su nulo sentimiento de pesar.

Pensándolo más calmadamente, aquel inoportuno comentario carente de la mínima diplomacia, tenía cierto sentido. He llegado a conocer 7 casos – alguno muy próximo – de padres que han perdido a sus hijos y sólo imaginar el dolor que esas situaciones “contra natura” pueden provocar, me produce vértigo. Esos sí son tragos difíciles de asimilar.

Lo bueno de reflexionar, es que a veces se llegan a alcanzar conclusiones y en ocasiones éstas son positivas. No sé por qué, cuando nuestras cavilaciones se centran en temas relacionados con el sufrimiento o la desgracia, parecen más profundas; sin embargo si lo consideramos con ecuanimidad, podemos llegar a la deducción de que asuntos ligados a la felicidad, como lo sería el nacimiento de un hijo o el pleno de una quiniela, pueden contener la misma carga de trascendencia o superior.

Pareciera que padecemos de masoquismo instintivo, pero la vida no solo nos ofrece amargos tragos, aunque es preciso reconocer que somos más proclives a ocultar los dulces, salvo que sean públicos o notorios.

De cualquier forma tanto unos como otros, marcan diferentes acontecimientos de nuestra existencia, facilitándonos su recuerdo la tarea a la hora de realizar una valoración de la misma.

El continuo sonido de Villancicos transmitido de forma suave por el sistema de hilo musical, era el único testimonio que me hacía tener presente la época en que me encontraba.

Sentía cierta ansiedad por conocer cuál sería el regalo que me correspondería en Noche Buena, ojalá fueran unos calcetines de lana, pese al sistema de calefacción existente mis pies estaban fríos. Recordé con nostalgia aquella gabardina y las botas de cuando tenía ocho años.

Absorto en mis pensamientos, no advertí la presencia de una persona que silenciosamente se había aproximado a mí y colocando su mano tras mi nuca, me elevó cuidadosamente la cabeza.

- Tómeselo – me dijo la enfermera, ofreciéndome una cucharada de un líquido viscoso – sólo es un “traguito”.

¿De cuál de ellos? – Quise preguntarle.

Pero ya ¿qué importaba?

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