Lo que voy a relatar a continuación
ocurrió en la Navidad de hace dos años. Acababa de ingresar a
nuestro padre en un centro especializado para personas con demencia
senil. El día veinticuatro de diciembre, por la mañana, le dejé en
su nuevo hogar y después me dirigí a la librería de Felipe, amigo de
la infancia, para comprar unos cuentos para mis sobrinos.
- Te recomiendo
éstos, son de un autor americano y su narrativa es muy interesante
para los niños.
Los envolvió para regalo, de uno en
uno, con lazos de colores y una pegatina que decía "Feliz Navidad".
Me dirigí a casa de mi hermana y entregué personalmente los libros a
José, Miguel y María, quienes lo recibieron con mucha alegría. Tras
darme un beso, fueron al cuarto del mayor a leer sus obsequios.
Mientras mi hermana, mi cuñado y yo hablábamos de mi padre, unos
gritos llamaron nuestra atención:
- ¡Tío, tío,
estos cuentos no se pueden leer!
Vinieron corriendo y, efectivamente,
las vocales habían desaparecido de las palabras y refugiado,
amontonadas, en las últimas páginas. Aquello era inexplicable y
decidí resolverlo antes de la hora de la cena. Volví a la tienda de
mi amigo para reclamarle la entrega de unos libros en adecuadas
condiciones. Al llegar, me esperaba sonriendo:
- ¿Te ha
extrañado su lenguaje?
- ¿Lenguaje? ¡Es
erróneo! Están mal impresos y venía a descambiarlos.
- Perdona buen
amigo, su impresión es del todo correcta. Forma parte del
conocimiento que desea trasmitir. Te voy a dejar una tarjeta de Juan
Pérez, especialista en letras, a quien deberás visitar con los
cuentos.
- ¿Bromeas?
- Fuera de aquí
somos amigos; en mi establecimiento eres un buen cliente. Son unos
libros experimentales y la visita a Juan Pérez es obligada para la
lectura de los libros que has comprado.
Al volver a casa, relaté esta
conversación a la familia de mi hermana. Los niños exclamaron a la
vez:
- ¡Yo quiero ir
con Juan Pérez! ¡Qué emocionante!
En la tarjeta había un móvil y, aunque
sabía que no era el mejor momento, le llamé para establecer una
cita:
- ¿Sí?
- ¿Juan Pérez?
- Al aparato.
- Estoooo,
veráaaa…
- Tiene algún
libro con problemas y quisiera una cita.
- ¡Pues sí!
- Pasado mañana a
las diez. ¿Le viene bien?
- Allí estaré,
bueno, estaremos.
Noche Buena y Navidad trascurrieron con
entrañable alegría. Por un lado echaba de menos a mí padre, pero,
por otro, recobramos la tranquilidad perdida con su falta de memoria
y la necesidad de continuos cuidados. El día veintiséis, mis tres
sobrinos y yo, con sus cuentos, estábamos en la oficina de Juan
Pérez.
- Pues sí, cada
vez hay más casos de éstos. No sabemos todavía por qué, pero las
vocales extravían su orientación literaria, abandonan las palabras y
se refugian en un rincón del libro.
- ¡No puede ser!
Al fin y al cabo no se trata más que de impresión, de tintas que
impregnan folios en blanco.
Afirmé. José, el mayor de mis sobrinos,
replicó:
- ¡Pero tío! Tú
mismo dices siempre que los cuentos son algo vivo, que nos enseñan a
madurar y que debemos tratarlos con cariño.
- Sí, es verdad.
Pero hablo de su contenido, no de su impresión.
Aquel extraño especialista me miró por
encima de sus gafas y detalló el tratamiento:
- Para que las
vocales regresen a sus palabras y poder leer los cuentos, en primer
lugar hace falta un gran afecto a la Literatura y veo que usted y
los niños la tienen. Después, dedicación y más dedicación: abrir los
libros varios veces al día y tratar de leerlos, comprender lo que
dicen sus palabras incompletas y, por absurdo que parezca, hablar
con las vocales y hacerles recordar su pasado y presente, su
necesidad para el hombre y sus compañeras, las consonantes,
proclamar despacio sílabas de las primeras cartillas del colegio: pa,
pa, pe, po, pu…
María interrumpió sobresaltada y
nerviosa:
- ¡Como yo!
¡Aprender a leer! ¡Qué guay!
- Es una labor
lenta y muchas veces les parecerá infructuosa, pero se debe ser
constante, sin desanimarse, y al final dará sus frutos.
Abandoné su consulta escéptico, como si
me hubieran tomado el pelo o hubiese escuchado una historia para
niños. Sin embargo, mis sobrinos hablaban entre ellos de cómo se
iban a repartir las tareas; Jorge llevaba las riendas:
- Tú, María, les
leerás la cartilla todas las noches; tú, Miguel, les recordarás la
importancia de las vocales, que aparecen en tu libro de Lengua; y
yo, yo hablaré con los cuentos al llegar de clase. ¡Ah, y los
llevaremos al abuelo, que siempre tenía un libro en las manos!
Me despreocupé de aquello y dejé que
los niños se encargaran de todo. Mi agitada vida profesional me
impedía invertir tiempo en libros con problemas; bastantes aparecían
ya en el día a día y precisaban de toda mi dedicación y empeño. Pasó
un año y llegaron las siguientes Navidades. Un veinticinco de
diciembre estábamos mi hermana, cuñado, sobrinos y yo visitando a mi
padre. El médico nos dijo que no iba a peor y las enfermeras y
cuidadores nos alababan su persona por la educación y simpatía que
les demostraba. No solía coincidir con mi familia en las visitas y
me llevé una sorpresa cuando José sacó el cuento que le había
regalado hacía un año.
- Hola, abuelo.
Tenías razón: es viceversa y no viciversa.
Miguel continuó:
- Ahora que me
había aficionado a poner bien las vocales, resulta que ya se han
colocado y se acaba el trabajo.
María, con algún diente menos, agarró
las manos a su abuelo y le sonrió:
- Gracias,
abuelito. ¡Nos has ayudado tanto!
Intrigado, pregunté:
- ¿Me he perdido
algo?
Mi hermana me respondió:
- Nada, vamos, un
poco, que papá ha vuelto los cuentos a su normalidad.
Coloqué mi mirada en la cara de mi
padre y contemplé aquellos ojos extraviados, el hilillo de saliva
escapando de su boca y la expresión de tristeza de su semblante. Era
imposible que hubiera colaborado en nada, y mucho menos en esa
increíble aventura literaria. Le susurré en su oído izquierdo:
- ¿Es verdad?
¿Has ayudado a tus nietos?
Giró la cabeza, encogió los hombros y
balbuceó:
- Un poco.
A continuación, me dirigí a mis
sobrinos:
- ¿Cuál es el
secreto?
José, como un hombrecito, me dijo:
- Juan Pérez
tenía razón: había que dedicarles atención y cariño. Todos los días
hablábamos con los cuentos, con las vocales, les leíamos la
cartilla, les hemos llevado cada mes a la consulta del especialista,
y sobre todo, el abuelito los cogía con sus manos todas las semanas,
los leía una y otra vez, y nos hacía anotaciones en un folio. Sus
instrucciones nos han sido de gran ayuda.
Hoy día mi padre vive conmigo. Le saqué
de la residencia, he cambiado de trabajo y puedo cuidarle y al mismo
tiempo, gracias a Internet, desarrollar mi vida profesional. He dado
las gracias a mi amigo Felipe por aquellos libros, y Juan Pérez
forma parte de mi agenda de personas a llamar y compartir mi tiempo
libre: tengo mucho que aprender de él. Y mis sobrinos, que me han
dado una cándida lección de amor, vienen a vernos todos los días y
nos traen su alegría y forma diferente de ver la vida, que, al fin y
al cabo, es la que llevo y disfruto yo ahora. |