No han acudido más de cinco o seis
clientes a la mercería esta tarde, así que no lleva demasiado tiempo
poner la tienda en orden antes de cerrar. No ha dejado de llover en
todo el día, y eso hace que la gente se quede en casa. Resulta
además que comprar un pasacintas, o una bobina de hilvanar, o un
retal de tela de guipour, no es el plan de la mayor parte de
la gente en un veinticuatro de diciembre, como se puede comprender.
Antonia Reig, mi tía, que ya estará en casa persiguiendo un plato de
queso fresco en la cocina, o asaltando el jamón recién cortado, no
parece tenerlo tan claro y por eso la Mercería Reig ha
permanecido abierta —gracias a mí— hasta las nueve.
—Cuando cierres la tienda puedes subir
a cenar con nosotros —me ha dicho con desgana y una vez que estaba
ya en la calle—.
Después ha vuelto a entrar a la tienda
para aclarar algo:
—Dejándolo antes todo ordenado, claro.
Son ya las nueve y cuarto y estoy en la
tienda haciéndome la remolona, moviendo esta caja con hule aquí,
esta botonera allí, colocando este muestrario de corchetes y cierres
en el mismo lugar del que lo he quitado hace un momento. Se habrán
imaginado por qué: sé que es un recurso infantil, pero intento
retrasar tanto como sea posible subir a hacer la cena de Navidad con
mi tía y su novio, que seguro que volverá a decirme algo incómodo y
al final la tía encima reñirá conmigo.
Mientras alargo como puedo el tiempo de
cierre, entretengo mi mente con la fantasía de que yo tendría que
haber organizado mi propia cena con, al menos, los clientes de la
mercería que me gustan: en ella estaría por ejemplo Baldo, el
representante, que se le dan tan bien los tratos y encontrar todo
más barato que nadie 3
porque no sé cómo lo hace pero siempre
tiene un amigo en no sé dónde que sabe de un lugar en el que algo es
mejor o más barato. A él le encargaría de buscar lo que necesitamos.
Él sería el proveedor perfecto para mi cena. También vendría
Estrella, la viuda del ferroviario que pide más y más fieltro azul,
que me cae muy bien. Siempre me he preguntado qué forra con tanto
género idéntico. Ella sí debía tener algún plan para esta noche,
aunque me lo ha negado cuando ha venido a la tienda, al tiempo que
pasaba por ambas caras del fieltro sus dedos de costurera. Sospecho
que me ha dicho que no tenía nada preparado para que yo no me
sintiera mal. Estoy segura de que ese sobrino suyo tan simpático, el
que ha venido con ella unas cuantas veces llevándole las bolsas, ése
que sonríe a todo el mundo y que juguetea con el papel de envolver
mientras su tía remueve y remueve los artículos, no ha dejado que
pase la noche sola. La señora Estrella, en mi cena, sería la persona
que sabe hacer con cualquier cosa una gran celebración, y mantener
la ilusión en todo el mundo, y poner un mantel viejo y cuatro copas
de cristal baratas de forma que aquello parezca una cena de
príncipes.
Tampoco faltaría a mi cena de Navidad
Don Evaristo, el que siempre compra para su mujer, ése que acude
invariablemente con la corbata perfectamente ajustada y cuyo rostro
anciano se ruboriza cuando se da cuenta de que está entrando en una
mercería a comprar una cinta rosa para un volante. Haríamos que su
mujer también viniera a mi cena, que la trajera una ambulancia hasta
casa. Los dos serían mis invitados elegantes, mis queridos
aristócratas. La mujer que nunca había visto hasta esta tarde, la
que ha entrado por vez primera a la mercería más empingorotada que
bien vestida, la que tenía tanta prisa y que es culpable del poco
desorden que en la tienda hay, seguro que quería una aguja e hilo
azul porque su presuntuoso traje para las fiestas con gente ante la
que hay que quedar bien le quedaba mal. Ella también estaría en mi
fiesta. Y su marido. Serían los que se aburrirían en la cena, los
que se 4
preguntarían por qué han acudido, y de
los que Carlos y yo hablaríamos en voz baja.
¿Que quién es Carlos, os preguntáis?
Otro de mis clientes de esta tarde. Mi favorito. Ese chico alto que
vive en el bloque color tomate, el que compra para su madre los
artículos más insospechados —acericos, bies de algodón, cinturas
canalé— y se ríe hasta de las groserías veladas de mi —nuevo— tío
Ernesto. Sé que él también está solo esta noche, con la excepción de
su madre, porque cuando se le pregunta por el resto de su familia
simplemente dice con mucha gracia: "Allí andarán por León". Él, en
la cena, se sentaría a mi lado. Mejor que eso: sería mi marido y no
se separaría de mí en toda la cena. Encendería con sus dedos de
tañedor de arpa las velas de nuestra cena de Navidad.
Por muy despacio que he hecho todas las
tareas, por más vueltas y vueltas que le he dado a cada cosa, ya
está todo recogido en la mercería Reig. Así que ya solamente queda
apagar las luces. Pensar en Carlos. Atreverse el año próximo a
invitar a alguien, o a hacerse invitar. Quizá organizar en serio la
cena de Navidad que deseo. Dejar de pensar que mi tía puede hacer
cualquier cosa conmigo solamente porque me ha recogido después de la
desgracia de mis padres. Pero ahora ya está todo hecho. Tengo que
subir a su casa. Supongo que ya sólo queda cerrar la puerta.