Cada navidad era para nosotros toda una sorpresa, y no lo digo por
los regalos ni por los fuegos artificiales, sino por nuestra
tradición en ésta festividad. Cada año, mi viejo volvía de trabajar,
a eso del mediodía del día 24, y frenéticamente preparaba el auto,
la conservadora con botellas de gaseosas fría para el viaje y el
equipo de mate. Luego, raudamente abría el portón de casa y salíamos
a toda velocidad, casi como escondiéndonos, como si huyéramos de la
navidad, del pan dulce y de los turrones. Cenábamos y pasábamos la
noche (muchas veces incluso durmiendo en el auto) para volver a la
tarde del día siguiente. Fue así como durante mis años de niñez pude
conocer casi todos los pueblos y ciudades de la provincia de Buenos
Aires, cada año una distinta, nunca repetíamos destino. Coronel
Dorrego, Punta alta, Ayacucho, Tandil…
Creo que todo comenzó allá por el año ´81, tendría yo unos seis o
siete años en ese entonces, con un viaje a Mar del Plata. Me acuerdo
claramente el año, porque fue después del accidente de mi viejo.
Venía de Carboni, lo mandaron del laburo a buscar un repuesto de no
sé qué máquina, y volcó en la camioneta Jeep Estanciera de la
compañía. Dicen que se salvó de milagro, por cómo había quedado el
vehículo, yo nunca lo vi, era chiquito y no me dejaron, pero papá se
quebró todo. Me lo imagino como en las películas, con el cuerpo
enyesado íntegro, como si fuera una momia, pero seguramente la
memoria me juega una exageración. Quizás la imaginación y la
fantasía de mi niñez cambiaron o agrandaron algunos detalles, como
ese tobogán del jardín de infantes que parecía tener decenas de
metros de alto cuando era niño, pero al verlo hoy en día de adulto
apenas superaba mi estatura. Dicen que la Estanciera cayó por el
barranco de un puente, y dio como seis vueltas antes de chocar
contra una planta, la cual lo salvó de caer al río, sino ahí sí que
no zafaba. Ese año papá dijo simplemente -No quiero pasar más la
navidad en esta casa.- Así empezó la costumbre, ese ritual que cada
año le daba a las festividades un color diferente de los falsos
blanco, rojo y verde característicos, nuestra navidad tenía el color
de la vida, gris de la ruta y azul del cielo. Beguerí, La Paz Chica,
Claromecó…
La
vida fue pasando, y nos fue dando a mi hermano y a mí la posibilidad
de formar nuestras propias familias y sus respectivas tradiciones,
porque cada familia es a la vez una tradición viva, constante que
muta y se adapta a la vida. Esto muchas veces nos impidió acompañar
a los viejos en la infaltable escapada navideña, sin que el hecho de
nuestra ausencia influyera en su decisión férrea de no pasar nunca
más una navidad en su casa. Las veces que enfilábamos los tres autos
en caravana, el ritual seguía tal cual se había gestado en aquellos
años de mi infancia. Una parrillita, unos chorizos, pan y gaseosa, a
lo sumo algo de vino. Nada de pan dulce, ni garrapiñadas, mucho
menos turrones y sidra, nada que recuerde que esa fecha era algo
distinto a un día común y corriente. Algunos regalos eran
distribuidos, más que nada por los pibes, pero estaba
terminantemente prohibido abrirlos allí, hacían el viaje de regreso
en el baúl, envueltos con el moño y todo, para recién abrirlos al
día siguiente. Carlos Keen, Necochea…
De
niño me pareció algo extraño, de adolescente algo particular, para
luego de adulto convertirse meramente en un gesto curioso, había
aprendido a convivir con esa peculiaridad de un tipo como mi viejo,
que era completamente normal, sociable y hasta propicio a los
cumpleaños, fiestas y despedidas, diría que su problema era propia y
exclusivamente la navidad. Yo, debo reconocerlo, soy de la gente de
antes, es decir, criado a la antigua, en otra época, en la que a los
viejos no se los cuestionaba, no se le preguntaba el porqué de las
decisiones, si el viejo decía se hace esto, se hacía. No se
averiguaban las razones, ni se discutía, ni mucho menos recriminar
las consecuencias de dicha decisión. Copetonas, Mar Azul, Indio
Rico…
Hace tres años ya que falleció mamá, y el viejo se deprimió
muchísimo, la verdad no fue fácil ni para él ni para nosotros.
Pobre, le costaba caminar culpa de la cadera, dijo el médico que
podía ser una secuela de la fractura del accidente. El año pasado lo
llevamos a un hogar de ancianos, se le complicaba muchísimo para
movilizarse y desenvolverse en esas condiciones físicas. Debo
reconocer que lo tomó bastante bien, en un principio imaginábamos
esta transición como algo mucho más traumático. Su ánimo mejoró, y
hasta creo que se consiguió una novia allí dentro. El problema fue
justamente la noche buena, la visita de Papá Noel, el viejo se
escapó. Monte Hermoso, Maipú, Balcarce… Dicen los enfermeros que
salió rajando, corriendo literalmente, como los perros asustados por
los fuegos artificiales que huyen ciegamente sin siquiera saber
donde refugiarse. No pudieron encontrarlo hasta el día siguiente,
estaba subido a un árbol de una plaza cercana. No me pregunten cómo
se las arregló para trepar a una planta con la cadera a la miseria
como la tenía. Fue recién después de ese incidente que le pregunté
el porqué. Cuál era la razón por la que la navidad le era tan
esquiva, qué lo hacía querer huir, de qué escapaba.
-
Justamente eso, escapo de la navidad.- hizo una pausa para
incorporarse en la cama, y un par de quejidos característicos de la
edad se le escaparon mientras enderezaba su postura. - El día del
accidente con la camioneta, mientras estaba encerrado entre los
fierros retorcidos, vi un túnel y una luz... ¡La luz divina!-
Extendió sus brazos al tubo de luz, que zumbaba sin inmutarse.
-
Dejate de joder viejo, ya pareces Víctor Sueiro, no hables pavadas.
¿Qué te pusieron en el suero?- Supuse que mi padre me estaría
jugando una broma, o que los sedantes eran demasiado potentes al
grado de provocar alucinaciones.
-
¡Callate abombado! Siempre el mismo abriboca vos, no interrumpas. Vi
una luz, y el asunto es que hablé con Dios, sí así como escuchás. No
lo pude ver, pero sentí que era él, que estaba ahí, lo sentí
presente al lado mío, entendés…- Papá tenía los ojos desorbitados,
como loco, nunca lo había visto así. La cara se le transformó. Creo
que la única vez que lo vi así fue hace años, cuando mi hermano se
apareció un día con un arito en la oreja.
-Me dijo que todavía no era mi momento, que yo debía morir un día de
Navidad, y remarcó que él mismo me buscaría cuando llegue mi hora de
partir. Es por eso que nunca más quise pasar una navidad en casa,
tampoco repetí el lugar de festejo, así le es más difícil
rastrearme. Debo escaparme de la natividad, de la noche buena, y de
la navidad para que no pueda hallarme, es una pelea que tengo con
él, un juego del gato y el ratón que jugamos todos los años. Si no
puede encontrarme no puede llevarme, te das cuenta, hasta ahora
parece que lo vengo cagando por suerte.- Las Marianas, Alvear,
Aguas Verdes…
Ese año, la molestia de su cadera empeoró, hasta el punto de
impedirle movilizarse, por lo que debió quedarse ineludiblemente en
el hogar de ancianos durante las fiestas. Voy a serle sincero al
lector, yo también supuse que esa navidad moriría, no quería creer
completamente en la historia de mi viejo, pero una especie de duda
que fue creciendo dentro mío fue convirtiéndose en resignación, y
fue una preparación interna, un duelo anticipado a su partida, el
temor a perderlo se fue tornando en una satisfacción de saber que
partiría feliz. Pero esa noche buena no murió papá, ni en navidad,
ni siquiera en reyes, papá vivió hasta septiembre, y podría decirse
que fueron nueve meses que nos acercaron, nos reconciliaron y nos
sinceraron.
Fue un regalo de
navidad, fueron nueve meses que nos regaló Dios. La semana después
de su muerte nació Joaquín, mi primer hijo, y no puedo dejar de ver
los ojos de mi viejo en él. De vez en cuando, cada vez que extraño a
mi viejo, nos hacemos una escapada de fin de semana en familia.
Bragado, Chivilcoy, Pergamino...