María, el ama de llaves de los Duques
de la ciudad de Z, miraba a través del cristal de una de las
ventanas del salón de la mansión. Siempre le gustó ver cómo caían
los copos de nieve.
En realidad, todo el jardín estaba
precioso. Era como si alguien hubiera cubierto con una sábana todo
el edén de la gran mansión de los Duques de Z.
Y en esos momentos en los que María
disfrutaba de la visión de la nieve hizo su entrada en el salón
Pepa, la jefa de cocina de los señores Duques.
-Pero, María… ¿qué haces hay? Son algo
más de las cuatro de la tarde y aún no tenemos pensado lo que vamos
a preparar para la cena de Nochebuena. Vamos, vente para la cocina.
Tengo allí reunido a todo el personal para que, cada uno, sepa lo
que tiene que hacer esta noche.
Tomás, con sus manos enguantadas y su
traje de librea, abrió la puerta del salón y entra en él. Es el
mayordomo de los señores Duques y se dispone a encender la chimenea
para que, esa noche durante la cena, el ambiente sea lo más cálido
posible. Así se lo ha pedido la señora Duquesa, pues se espera que
al banquete asista parte de la nobleza europea como los Duques de T,
la Condesa viuda de V ó los Archiduques de X, del país búlgaro.
En ese momento alguien tocó el timbre
de la puerta.
Tomás, como fiel mayordomo, se dirigió
a la puerta y la abrió, no sin antes consultar por la mirilla. Un
joven, de unos 14 ó 15 años con ojos azules y rubio, muy rubio, se
dirigió a él:
-Buenas tardes, quisiera hablar con la
señora de la casa. –dijo el joven.
-En estos momentos tendría que esperar
unos minutos en el salón. Si es tan amable de acompañarme. –contestó
Tomás, siempre tan correcto. ¿A quien debo anunciar? –preguntó
-Soy el Ángel del Señor.
-Perdón, no entiendo ¿cómo dice?
-Sí. Verá. Puede anunciarme como el
Ángel del Señor.
Tomás, entonces, viró el entrecejo para
darle a entender al joven que no entendía muy bien el alcance de
aquella afirmación pero optó por darse la media vuelta y dirigirse a
donde estaba la señora Duquesa para anunciarlo.
María acababa de ayudar a la señora
Duquesa a cambiarse el vestido y cerró tras de sí la puerta del
dormitorio de los señores Duques. Al darse la vuelta, se topó
literalmente con Tomás.
-Tomás, por Dios, ¡qué susto me has
dado!
-Lo siento, María. ¿Se encuentra la
señora Duquesa en sus aposentos?
-Sí. Acabo de ayudarle a cambiarse el
vestido. ¿Por qué? ¿Ocurre algo?
-Hay un joven que la espera en el
salón. Es un poco raro. Dice que es un ángel del señor
-¿Un ángel del señor? ¿Qué señor,
Tomás?
-No lo sé, María. Nunca lo he visto
antes ni sé de quien será mayordomo. Me parece muy joven, pero… no
sé, María.
-Bien, bien, Tomás. Ahora mismo lo
anuncio a la señora.
-Está bien, María.
La señora Duquesa, tras unos breves
instantes, entró, por fin, en el salón y se dirigió al joven que
estaba estudiando con detenimiento uno de los cuadros que colgaban
de las paredes.
-¿Señora Duquesa de Z? Tengo el honor
de presentarme ante usted para ponerle en su conocimiento el recado
que mi Señor me manda.
-Buenas tardes, joven. ¿Qué recado me
envía su señor?
-Mi Señor me pide que le transmita un
deseo pues Él va a mandar a su Hijo a esta casa y me pide que lo
anuncie.
-¡Oh, pero eso es maravilloso! Esta
noche es Nochebuena y me complacería enormemente compartir mi mesa
con el hijo de su señor, pero… una cosa joven… ¿Quién es su señor?
¿Es más… quien es su hijo?
-Señora, mi Señor es Dios. Yo soy un
Ángel de su Reino y me envía para anunciar la venida del Mesías y el
Mesías, Señora, visitará esta noche su casa. Por eso, mi Señor me
pide que se lo anuncie.
-¿Pero… cómo? El… ¿Hijo de Dios en mi
casa?. ¿Qué he hecho yo, que hemos hecho mi marido y yo para que, el
Hijo de Dios, venga a nuestra casa? ¿Acaso somos los elegidos por
Dios como ejemplo para futuras generaciones?
-Señora, eso no se lo puedo contestar
pues no lo sé. Solo se me ha encomendado un encargo y yo lo he
cumplido. Ahora, si es tan amable, tengo que retirarme. Me queda aún
mucho trabajo que hacer pues debo anunciar al resto del mundo la
llegada del Mesías.
-Sí, sí, claro… claro… Gracias por
avisarme joven. Le ruego presente a su Señor mi más sincero
agradecimiento por enviarme a su Hijo.
Y la señora Duquesa, entonces, acompañó
al joven hasta la puerta y éste se despidió dándole la paz. Cuando
hubo cerrado la puerta, hizo sonar una campanilla para avisar a
Tomás. Al cabo de un rato, Tomás hizo su aparición en el salón de la
mansión de los señores Duques de la ciudad de Z.
-Tomás, el chico que ha venido antes me
ha anunciado una visita. Digamos que esta visita es muy importante
y, por ello, te pido que comuniques la cancelación de la cena de
esta noche a todos los invitados, incluidos los Archiduques de
Bulgaria. Puedes alegar un catarro del señor Duque o, incluso, mío.
O puedes inventarte cualquier excusa creíble. Y también dile al
resto del servicio que deseo reunirme con ellos en diez minutos en
este mismo salón. ¿Queda claro Tomás?
-Por supuesto señora. Todo se hará
según usted ha dicho.
Y así, diez minutos más tarde.
-Bien. Os he reunido en este salón
porque debo comunicaros algo. La cena de esta noche se ha cancelado
pero solo a efectos de los invitados que iban a acudir a ella, pero
sigue en pie. Hace unos momentos ha estado aquí un Ángel del Señor,
nuestro Dios, y me ha anunciado la visita del Mesías. Por tanto y
como digo, la cena sigue en pie pero debe haber en ella lo mejor de
nuestra cocina y nuestra bodega porque es el Mesías quien nos
visita. Tú, María, debes colocar en la mesa la vajilla de plata y
tú, Pepa, como jefa de cocina, prepara las mejores viandas de
nuestra despensa. Puedes sacar perdiz, jabalí, marisco, el caviar,
etc., así como los mejores caldos de la bodega. Algún Valdepeñas o
Ribera del Duero, que son los mejores. Tomás tú te encargarás de
estar pendiente de la puerta para cuando llegue el Mesías. ¡Ah, otra
cosa! Poneos los mejores trajes que tengáis. No vaya a ser que el
Hijo de Dios os ponga alguna falta.
Y, todos, uno tras de otro.
-Sí señora. Como mande la señora
Duquesa.
La servidumbre, toda, hizo lo que su
señora le encomendó y ella, la señora, avisó a su marido para que
tuviera conocimiento de todo. Cuando salía del despacho del señor
Duque, sonó el timbre de la puerta y, nerviosa, se dirigió a ver
quien era el que llamaba. Fue ella misma quien abrió.
-Buenas tardes, señora. Como ve estoy
embarazada y me faltan muy pocos días para dar a luz. No tengo
trabajo ni marido que me gane de comer. Murió en un accidente
laboral a los pocos días de conocer mi nuevo estado. ¿Podría
ayudarme? No pido que me de limosna. Solo le pido que me de trabajo
y luego usted misma me pague con arreglo al trabajo que haya
desarrollado. Piense en el hijo que pronto nacerá de mi vientre.
Nada tengo que ofrecerle. Si no encuentro pronto un trabajo, me veré
en la necesidad de darlo en adopción o dejarlo dentro de algún
contenedor y, créame, eso es lo peor que puede hacer una madre.
Usted que tendrá hijos sabrá que por ellos se da o se hace cualquier
cosa. Por favor, señora… ayúdeme.
Y la señora Duquesa, enfadada,
respondió:
-¿Cómo trabajo? ¿Está usted loca? ¿Cree
que este es día de venir a pedir trabajo? No tengo trabajo y menos
para usted. Quite sus pies de mi alfombra que la va a manchar y
márchese que estoy esperando una visita muy importante. ¡Qué horror!
Y la pobre señora embarazada, agachó la
cabeza, roja de vergüenza, y se marchó por donde había venido. Y en
ese momento, apareció Tomás.
-Tomás… ¿Dónde te habías metido? ¿Acaso
no te dije antes que estuvieras pendiente de la puerta por si
llamaba el Hijo de Dios?
-Lo siento señora, estaba ayudando a
colocar la vajilla cuando escuché el timbre. He venido lo más rápido
que he podido.
-Esa no es excusa. Tu cometido no es
ese. El tuyo consiste en atender la puerta.
-Lo siento, señora, no volverá a
ocurrir.
-Eso espero, Tomás. Eso espero. Y todo
el mundo siguió con los preparativos. Cuando hubieron terminado y
estaba todo colocado en su sitio, el personal se dispuso a esperar
al Mesías, pero los minutos pasaban y allí no acudía nadie. Como
eran ya casi las doce la noche y los señores Duques veían que no
llegaba el Hijo de Dios, decidieron cenar ellos solos pues el resto
de invitados habían sido avisados para anular la cita. Cenaron y
sobre la una de la madrugada del ya recién estrenado 25 de diciembre
alguien tocó el timbre. La señora miró a Tomás y esté entendió que
debía ir a abrir. Así lo hizo y, al abrir, era el mismo chico rubio
de la tarde anterior. Sin mediar palabra entre ellos, Tomás, con un
gesto de la mano, lo hizo pasar al zaguán y fue a avisar a la señora
Duquesa.
Cuando la señora llegó al vestíbulo
increpó al joven de esta manera: -
¿Te parecerá bonito mentir, verdad? ¿No
crees que, si realmente eres un enviado de Dios, está muy feo haber
dicho una mentira?
El chico se defendió:
-Señora, yo no mentí. Le dije ayer
tarde que el Mesías vendría a esta casa pero no le dije en qué forma
lo haría. Y lo hizo en la persona de una mujer embarazada y pobre.
Una señora que le pedía trabajo y usted no se lo dio. Usted, señora,
y me va a permitir que se lo diga así, está ciega porque no ha
sabido ver más allá del lujo en el que vive y Dios no quiere tanto
boato. Solamente les pide que sean más humildes y compartan sus
pertenencias con los demás. Pero en esta ocasión vengo a decirle, de
parte de Dios Padre, que se prepare para el juicio final porque una
vez allí deberá dar cuenta de su ceguera. Adiós, señora, feliz
navidad y sea más humilde.
Y diciendo esto, el Ángel del Señor
desapareció ante la mirada atónita de todos los presentes en la
mansión de los Duques de Z. Amén.